Dar testimonio, por María Teresa Andruetto
Juan Carlos Soulier, Adriana María Díaz Ríos, Luis Roberto Soulier
Voy a tratar de sobrevivir para acordarme de ti.
Jorge Semprún
Viviré con su nombre, morirá con el mío
Siempre queda alguien para dar testimonio: recordar, conservar en la memoria, repasando por años los hechos para que no se disuelvan en el olvido. Recordar para llegado el momento poder nombrar, dar detalles, la hora, el color de la camioneta, la cantidad de autos de la policía. Registrar los datos, haberles dado a lo largo de los años -conociendo lo que pasó después y lo que después se supo- un sentido más cabal, la dimensión horrorosa de lo sucedido. No dejar que la data, la inscripción de la fecha, se pierdan, saber que cada detalle contará en el futuro. Retener con fidelidad, hora, día, mes, año, cantidad de personas llevadas. Develamiento de un día crucial, minuto a minuto, el día en que la vecina estuvo tras la ventana mirando lo que en otro tiempo hubiera sido chismorreo convertido, por convicción, en palabra y mirada indispensable para llevar a juicio. La memoria como ética. El trauma como condición de la memoria. Un dolor que busca cómo ser dicho. Una forma que permita decir lo indecible, lo que no tiene nombre.
Avalado por la fe y el juramento de lo que se testimonia, el testimonio nos estremece. Es testamento, es ir más allá de la propia vida, sobre vivir, vivir más allá y por encima de la propia vida . No hay testimonio sin juramento de fe y lo que distingue al testimonio de la información o de una verdad teórica es que alguien se compromete a decir para el otro, para nosotros, una verdad, dándole un sentido que se le hace presente al testigo, que es único e irremplazable. Por eso el testimonio se sostiene en el juramento y el juramento tiene carácter sagrado. Es el consentimiento, la aceptación de ingreso a un espacio sagrado de la relación con el otro, con aquel en cuyo nombre se habla, con él y con nosotros los que estamos “en la sala”, porque Julia (y cada uno de los testigos) testimonia (n) ante los ojos y los oídos de alguien. Ojos y oídos nuestros que ya no nos permitirán olvidar.
[1]Jacques Derrida Hablar por el otro. Diario de poesía. https://ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-39/
Hace muchos años, unos quince o veinte años atrás, me llamó por teléfono una profesora del Instituto Parroquial Nuestra Señora de Loreto, de barrio Los Naranjos. Habían leído en clase La Mujer en Cuestión donde hay una referencia a ese barrio y querían que fuera a la escuela para contarles por qué razón había puesto eso en mi novela. La referencia al barrio en la novela era completamente aleatoria, en un tiempo (apenas recuperada la democracia) yo había coordinado algunos talleres con mujeres en ese barrio y se me vino a la memoria mientras escribía, pero el encuentro con los alumnos de los dos últimos cursos de secundario y con las profesoras de historia y de literatura del Parroquial, quedó en mi memoria, más que otros muchos encuentros en otros muchos colegios que visité, sobre todo porque en el transcurso de lectura de la novela y de las discusiones que en torno a ella surgieron, los alumnos hicieron una revisión de la historia de la escuela y en esa revisión descubrieron que en el Nuestra Señora de Loreto había un preceptor desaparecido y que el cura párroco de la iglesia vecina había sido desplazado durante la dictadura por indicación del obispado. Ha pasado mucho tiempo de esto, pero no olvido a la profesora, a los alumnos y a la situación que a menudo he citado después como algo que la ficción puede a veces hacer para volver atrás, aunque la vida nos empuje/como un aullido interminable[1].
[1]Palabras para Julia. Poema de José Agustín Goytisolo que musicalizó Paco Ibáñez
Acabo de ver y de escuchar el testimonio de Julia Soulier (Juicio Diedrichs - Herrera) y descubro que es esa la escuela de la que ella habla y que aquel preceptor desaparecido que referían los alumnos no es otro que uno de sus hermanos. Un hombre solo, una mujer/Así, tomados de uno en uno/Son como polvo, no son nada/No son nada[1], pero una mujer está dando testimonio. Nació en 1960. Tiene 60 años. En el camino vio desaparecer a sus hermanos, a su cuñada, a su novio de adolescencia. Relata hechos que sucedieron cuando tenía 15, los recuerda con claridad y precisión diamantina. Un puntapié con el borceguí en el riñón derecho que la deja orinando sangre/ la frase Voy por tu hermano, vuelvo por vos/ Un padre que ruega a los hijos que se vayan del país/ Una enfermedad que se cura sola porque si va a un hospital corre riesgo de quedar detenida/ Un hijo que por protegerlo, le pide al padre que pase lo que pase nunca vaya a su casa/ Una escuela parroquial, un informante de los servicios convertido en director, un desaparecido, un cura párroco suspendido por el Consejo de Educación Católica/ un obispo que da órdenes para que los colegios parroquiales pasen un listado de alumnos y profesores/ un paquete con su sobrino de meses secuestrado, llevado a un centro clandestino, con rigidez total en el cuerpo, chorreando orín, con la piel lastimada, con llagas que sangran y los pies morados y entre los pliegues de una colcha, la carta que la madre escribió bajo amenaza pidiendo que lo cuiden porque se va de largo viaje. Y la mayor de las torturas, represores pidiendo dinero al padre (entregaba cheques con la esperanza de que le dijeran donde estaban sus hijos. Le dijeron que en un lugar donde estaban siendo reformados. Mi padre vació la cuenta bancaria, cuatro terrenos en la zona de Icho Cruz, cuatro departamentos que había canjeado por mano de obra en los edificios donde había trabajado) para devolverle a ese padre los hijos seguramente ya asesinados.
[1]ídem
¿Qué se puede agregar a un testimonio de esta naturaleza?
Julia dice que una vecina de la casa donde vivía su hermano, le contó a su madre que una noche (la noche del 15 de agosto de 1976) sintió ruido de coches y vio que bajaban hombres como un tropel y que golpeaban muy fuerte la puerta de la casa de su hermano, y que entonces apagó la luz y se puso a espiar por la ventana. Eran dos o tres los autos de la policía, cuando Juan Carlos abrió la puerta, se hizo silencio y pasada una media hora, vio cómo los sacaban a él y a su mujer encapuchados, vestidos, pero pese al frío descalzos. Dice que dice la vecina que Adriana llevaba en brazos a su bebe, que los subieron a uno de los autos y se los llevaron, pero que pudo ver que quedaba gente en la casa. Que por eso al día siguiente hizo guardia por si llegaba un hermano del dueño de casa, a quien también conocía. Entre las diez y media y las once de la mañana vio llegar una camioneta verde de la que bajó un hombre mayor que golpeó la puerta de entrada a la vivienda y cuando abrieron, vio como lo agarraban del cuello, de la ropa, y lo metían en la casa. Que escuchó ruidos y después silencio, y después vio como sacaban a aquel hombre con las manos atadas. Que ese mediodía, a eso de la una, llegó el hermano, y otra vez todo volvió a suceder del mismo modo, el muchacho golpeó la puerta, le abrieron, lo metieron en la casa y al poco rato lo sacaron maniatado. Por ellas sabemos cómo se llevaron a Juan Carlos Soulier Guillen, Adriana María Díaz Ríos, Luis Roberto Soulier Guillen, Luis Freddi Soulier y Sebastián Soulier. Siempre queda alguien para contar el horror, dice Yvonne Pierron, la monja francesa compañera de Alice Domon y Léonie Duquet, detenidas-desaparecidas en la dictadura, que salvó su vida azarosamente.
María Teresa Andruetto (AºCabral, 1954) publicó poemas, novelas, cuentos, ensayos y libros para niños.Obtuvo, entre otros, los premiosNovela del Fondo Nacional de las Artes, Cultura de la Universidad Nacional de Córdobay Hans Christian Andersen 2012.Entre sus últimos libros, No a mucha gente le gusta esta tranquilidad(Literatura Random House, 2017), Poesía reunida (Ediciones en danza, 2019),Poesía a la carta (Tinkuy, 2019) y Ecos de la lengua (en prensa, Ediciones de la terraza, 2020)
tereandruetto@gmail.com