Soy la que mira, por Eugenia Almeida
Juan Carlos Soulier, Adriana María Díaz Ríos, Luis Roberto Soulier
Yo soy la que mira. Pueden decirme así, está bien.
No me molesta.
Mi abuela decía que la ventana era una forma de asomarse al mundo. Se sentaba en su silla, miraba la calle. Mi mamá se quejaba. Le llamaba la atención, qué va a pensar la gente, todo el día asomada. Mi abuela se reía, hacía un gesto con la mano, me miraba y decía: las ventanas son los ojos de la casa.
Qué iba a saber yo que eso iba a marcar mi vida. Una ventana, la mirada, haber visto.
Perdonen si me distraigo, si voy trayendo recuerdos.
Sé bien que aquí estamos por otra cosa. El "hecho tres". Eso. Los chicos. Los dos muchachos, la chica. Para mí, también, el abuelo. Y el bebé.
Cuando digan "hecho tres", voy a escuchar muchos nombres ahí.
Denme un minuto. Me cuesta. Se pone brava la voz, se vuelve un peso.
Pero. Yo soy la que mira.
No sé cómo decirlo.
Ese domingo estaba ahí. Terminaba de lavar los platos de la cena. Eran casi las once. Noche cerrada. 15 de agosto del 76. En ese momento, si me hubieran preguntado qué día era, no hubiera sabido contestar. Domingo, sí. Lo demás, un tiempo suspendido.
Ese día desapareció un avión en Ecuador. El vuelo 011 de Saeta. No es que lo supiera entonces. Lo supe después. Muchas veces traté busqué qué otras cosas habían pasado ese día. Otras cosas, además del espanto.
El avión chocó contra el Volcán Chimborazo. 59 muertos. Tardaron 26 años en encontrar los restos. Veintiséis años. A veces es el paisaje. A veces el silencio.
Fue ese mismo día, el avión desapareció y unos tipos se llevaron a los chicos con su bebé. Y al otro día, al padre del muchacho. Y a la tarde, al otro hijo. Me adelanto, ya sé. Disculpenmé. De tanto estar a la espera esa noche ahora el cuerpo siempre se me inclina hacia el futuro. Me apuro.
Era de noche, decía. Domingo, cerca de las once. Y de golpe los ruidos. Los motores, las frenadas, las voces. Me asomo a la ventana. Están rodeando la casa de enfrente, la casa de los chicos. Oigo que golpean la puerta. Puro puño. Puro fuego sucio. Me estiro para apagar la luz, que no me vean. Me pongo al costado de la ventana, escondida.
Lo veo al muchacho abrir la puerta. Y ahí una tromba, un metal que golpea, ruido, ruido, el mundo se rompe, yo estoy a oscuras y después silencio. Ese silencio. Me quedo sin aire, inmóvil, a la espera. Mi desesperación. Lo único que puedo hacer es no retirar la vista. Convertirme en la que mira.
Silencio.
Media hora, quizás. La puerta de la casa de los chicos se abre. Los sacan.
Voy a tomar aire para nombrarlos. Juan Carlos, Adriana. Encapuchados. Algo en la posición de sus cuellos me desarma. Qué hago acá, cómo sostengo. Mirar, me digo. Me quedo con los ojos en sus pies descalzos. Me muerdo la boca por dentro. Mirar. En los brazos de ella, el bebé. Los suben a uno de los autos. Se los llevan. Pero no todos se van. Ellos se quedan en la casa. Una puntada en el hombro derecho. Tengo que seguir mirando. Si viene el hermano mayor. Tengo que avisarle que están ahí. Estiro el brazo y arrastro una silla tratando de no hacer ruido. Me siento.
No sé en qué momento amanece. Tengo la boca seca. Me levanto, voy al baño, me mojo la cara, pongo la pava al fuego. Entre un movimiento y otro, me acerco a la ventana. No vaya a ser que justo ahora.
A eso de las once de la mañana llega una camioneta verde. Fiat. 125. Se baja un hombre. Debe ser el padre de los muchachos, pienso, algo en el modo de caminar. Me acerco a la ventana, un poco más, tengo que avisarle. Están ahí en la casa, digo en voz baja. Pero él ya está golpeando la puerta. Una garra lo atrapa del cuello, lo mete dentro. Otra vez los ruidos, el silencio. Lo sacan, las manos atadas a la espalda. Lo obligan a subir a su propia camioneta. Se lo llevan. Todavía queda gente en la casa. Muchos años después voy a saber que a eso lo llaman "ratonera".
A la tarde llega el otro hermano. Trato de gritar, me muerdo los labios, tampoco llego a tiempo. Algo se rompe por dentro. Debo ser yo. Mi voz, no sé.
En menos de veinticuatro horas he visto tres veces esa escena.
Ya quedo atada a la ventana como si fuera una cadena. O una balsa de piedra. Para qué, me digo. Si ya se han llevado a todos, si ya se han ido. Incluso han vaciado la casa. En la camioneta verde, cargada hasta el tope.
Y sin embargo, miro. Me quedo anclada a esa casa arrasada.
Y entonces veo a esa mujer que se acerca. Hago un ruido con la boca. Un chistido. No me oye. Más fuerte. Ella se da vuelta y busca, busca, busca. Por fin ve mi mano asomada, haciéndole un gesto para que se acerque.
Le abro y la hago entrar, somos las dos pura urgencia. Le pregunto quién es, de dónde conoce a los chicos. Ella contesta. Soy la madre, soy la suegra, soy la abuela. Tengo la imagen de la chica con el bebé en brazos. No sé cómo decirlo.
Trato de rearmar esa historia que para mí es puro ruido. Ella tiene un temblor ronco mientras escucha. Silencio. Soy la que mira. Y cuenta.
Va a volver unos días después.
Ahora es ella quien habla. Me dice que recuperaron a su nieto. Que aquel lunes en que ella salió a buscar a su marido, su hija Julia, la más chica, se había quedado en casa de una tía. Que en un momento sonó el timbre y Julia creyó que era ella, que volvía. Que en la vereda había dos militares. Que dijeron que tenían que entregar un paquete. Que Julia se acercó con su primo. Qué él agarró uno de los bultos y ella otro, que les dijeron que entraran y no volvieran a salir. Que ella llevó el paquete adentro pero desobedeció y se asomó a la calle y sobre la esquina vio que los militares se subían a la camioneta verde de su papá.
En ese paquete, el bebé. Sebastián.
Todo sucio, el pichón. Los ojos abiertos a un punto que lastiman. Mudo. Mudo de haber visto el horror, debía ser. Mudo de haberlo probado. No sé, no quiero pensar en eso. Me deja sin voz.
Me cuenta que ese lunes a la noche ella había ido a la Central de Policía, en el Cabildo. Que había preguntado por su marido. Que lo negaron. Que ella había visto la camioneta verde estacionada ahí mismo, a unos pasos. Que no dejó que le mintieran, que finalmente le dijeron que posiblemente lo soltaran al otro día.
La D2. Ahí, frente a la plaza. 17 de agosto y desfile militar. Un hombre que sale del Cabildo. Las huellas que le han dejado están a la vista. Su esposa y su hija lo esperan. Él trae las llaves de la camioneta en la mano. La misma camioneta que unas horas antes usaron para transportar a Sebastián. Ella le dice que el hijo mayor tampoco ha vuelto a su casa. Ahora saben que son tres los que faltan. Dejenmé que los nombre. Juan Carlos, Adriana, Luis Roberto.
Eso me cuenta. Algo se desarma cuando habla. Todo lo que decimos es en voz baja, como si pudieran escucharnos.
Me cuenta que todo había empezado mucho antes, que habían allanado su casa tres veces. Que las tres veces estaba Julia, sola. Quince años tenía. Que se ve que creían que sus hijos todavía vivían con ellos. Que la primera vez llegaron cuatro policías y un militar. Que dijeron tener una orden de allanamiento, que tiene que firmarla un mayor de edad. Julia dice que sus tíos viven a unas cuadras. La suben a un auto, buscan al tío, lo obligan a firmar. Que él no pudo leer lo que firmaba. Que cuando vuelven a la casa los tipos gritan, rompen, tumban todo lo que tocan. Tumba. Retumba. A veces pienso en eso.
Que en un momento salen a la calle, abren el auto y sacan unas palas. Que van al patio y empiezan a cavar.
Ella me cuenta: la segunda vez, igual. Los mismos cinco, el viaje a la casa del tío, la tromba, las palas, el patio.
La tercera vez no hay papel. Julia está sola. El militar que conduce la jauría grita, golpea, dónde mierda está tu hermano, la lleva hasta la pieza, tira los libros al piso, arranca las hojas de las carpetas, los papeles flotan en el aire, algo se suspende, el peso de las cosas, los sonidos. La mano en la nuca, la garra en el pelo, el movimiento para obligarla a arrodillarse, un puntazo de borceguí al costado derecho, la voz diciendo voy por tu hermano y vuelvo por vos.
¿Qué es eso que tiembla cuando la oscuridad sale de la casa pero, al mismo tiempo, se queda? Julia, su madre cuando lo cuenta, yo, nosotros. Todos hechos de la misma tierra que tiembla. Tumba. Retumba.
Dejenmé hacer una pausa.
Yo la escucho. Escucho toda esa historia.
Le digo que yo sé.
Que también en esta casa. Que mis hijos, que no quiero hablar de eso. Vivos, sí. Pero. Golpe, marca, huella.
Ella me entiende. Dice que no va a volver. Dice gracias.
Yo no puedo decir nada porque me he quedado vacía por dentro.
Mi garganta es puro hueso. Esos chicos. Los míos. Los de ella.
Ella me roza el hombro con la mano izquierda. Una caricia suspendida. Aún somos jóvenes. Y, sin embargo, tan viejas.
No me ha preguntado mi nombre. No me sorprende. Antes me decían la modista. Ahora pueden decirme la que mira.
Uno nunca sabe en qué segundo se juega su presencia en el mundo. Yo no saqué los ojos. Eso fui. Como tantos otros, me hago presente desde mi ausencia.
Siempre estoy volviendo.
Soy la que mira. Y cuenta.
Eugenia Almeida nació en Córdoba en 1972. En 2005 ganó el Premio Internacional de Novela “Dos Orillas” organizado por el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón (España) por "El colectivo", libro que ha sido publicado en Argentina, España, Grecia, Francia, Italia, Portugal, Austria e Islandia. Su novela "La pieza del fondo", publicada en Francia y Argentina, fue seleccionada como finalista del Premio Rómulo Gallegos 2011. En 2015 publicó el libro de poesía "La boca de la tormenta". Su tercera novela, "La tensión del umbral", recibió en Francia el Premio Transfuge a la mejor novela hispánica. Su último libro es "Inundación. El lenguaje secreto del que estamos hechos", publicado por la Ediciones DocumentA/Escénicas en 2019.
Es licenciada en Comunicación social, egresada de la UNC. Actualmente coordina talleres de lectura y clínicas individuales de escritura.